martes, 15 de junio de 2010
El Estado del malestar y la lucha de clases
Está decidido. Se acabó la paz social. Se terminó para siempre la época dorada de la socialdemocracia reformista y el sindicalismo pactista. Y su idilio colaboracionista con el Estado burgués ha llegado al inevitable divorcio histórico.
La oligarquía financiera europea, los banqueros, los monopolistas y los “mercados” se han puesto de acuerdo para liquidar los tiempos de la utilización de los falsos socialistas y de los sindicalistas “responsables”, como mercenarios para contener la rebeldía de los trabajadores.
Y han planificado, en los contubernios oscurantistas del Fondo Monetario Internacional y en los conciliábulos secretos de reyes, políticos lacayos y multimillonarios, el desmantelamiento de lo que alegremente se dio en llamar el “Estado del bienestar”. Que, en definitiva, no era otra cosa que la táctica de comprar a cierta capa superior de la clase obrera en los Estados imperialistas, con las migajas de los superbeneficios obtenidos a través de la explotación de los pueblos de África, Asia y Latinoamérica.
Dominación imperialista ejercida por medio de la presencia militar colonialista, la imposición de dictaduras criminales y corruptas, el saqueo de las riquezas naturales de los países oprimidos, el control y la manipulación de los precios mundiales de las materias primas y el intercambio comercial desigual.
Pero agotado ya el potencial de desarrollo y perfeccionamiento del capitalismo, y alcanzada su fase final como capitalismo monopolista de Estado, que Lenin definió como su fase superior y última y como capitalismo en descomposición, comienza, como inevitable continuación de la cadena imparable de crisis sucesivamente inmobiliaria, financiera, de la deuda pública y monetaria, la nueva época de la crisis social y política.
Porque la crisis lo ha cambiado todo. Entramos ahora, frente a la táctica de las concesiones y el consenso en aras de la paz social y la concertación, en la nueva etapa histórica de los recortes, los ajustes y las reformas.
Siempre se ha dicho que el capitalismo es capaz de superar cualquier crisis. Pero no es menos cierto que de todas las crisis se sale, menos de la última. Porque, de crisis en crisis, el sistema capitalista avanza inexorablemente hacia la concentración de la propiedad en un número cada vez menor de individuos y, por el otro extremo, hacia la proletarización masiva de los pequeños y medianos propietarios.
Y este proceso, que lleva siglos desarrollándose paso a paso, y agudizándose y acelerándose sobre todo en los períodos de crisis económica, está prácticamente llegando a su límite. En el Estado español, por ejemplo, más del 80% de la riqueza está concentrada en un grupo de menos de dos mil personas. Mientras el número de los trabajadores asalariados alcanza ya el 80% de la población activa.
Y la concentración del capital en cada vez menos manos, junto con la proletarización de la inmensa mayoría, sigue avanzando sin tregua. La oligarquía monopolista, en condiciones de crisis económica, aprovecha para seguir acumulando capitales, arruinando y absorbiendo a miles de pequeñas y medianas empresas, preparando la privatización de las Cajas de Ahorros, la sanidad, la educación y las pensiones. Apoderándose de las viviendas de millones de trabajadores en paro, por medio de los inhumanos lanzamientos ejecutivos y de las fraudulentas subastas judiciales.
Todas las crisis capitalistas son, en esencia, crisis de sobreproducción, es decir, se producen más mercancías de las que se pueden vender o, lo que es lo mismo, visto desde el lado contrario, de insuficiencia de la demanda solvente para las mercancías que el sistema produce o es capaz de producir.
Por eso, teniendo en cuenta que la necesaria demanda masiva de mercancías, a diferencia de épocas pasadas cuando se contaba con amplias capas de pequeños y mediados propietarios para sostenerla, depende hoy, en lo fundamental, de la capacidad de compra de los asalariados, mandar a millones de ellos al paro, recortar las prestaciones de desempleo y disminuir los salarios y las pensiones, es una política suicida y antieconómica que empuja al capitalismo hacia el desastre, por medio de la destrucción de la principal fuente de la demanda, con su bárbara y ciega intención de reducir drásticamente la capacidad de compra de la inmensa mayoría de sus propios clientes.
Pero que el capitalismo monopolista de Estado se encuentre en una fase avanzada de su agonía de la desintegración económica, la descomposición política y la degradación moral, no significa, ni mucho menos, que vaya a desaparecer sin la presión revolucionaria de las masas populares, ni que vaya a abandonar voluntaria y pacíficamente el Poder del que disfruta, para dejar paso a la nueva, justa y avanzada sociedad socialista.
Los banqueros no se van a nacionalizar a sí mismos. El capitalismo está dispuesto a morir matando. Los oligarcas provocarán la catástrofe económica y la ruina social antes de renunciar a sus privilegios. Preferirán, como han hecho siempre, la destrucción de las fuerzas productivas, la liquidación de la democracia parlamentaria, la represión violenta de las movilizaciones populares, la declaración del estado de excepción, la dictadura y la guerra, antes de perder su condición de clase social dominante y entregar el Poder y la dirección de la economía a la clase obrera asalariada, que representa a la aplastante mayoría de la sociedad.
La crisis general del capitalismo monopolista hace que la lucha de clases se destaque al primer plano. La misión de la clase obrera como sepulturera del capitalismo aparece ya en el horizonte. Tenemos que derribar ese edificio podrido, inservible y peligroso, y mandar sus restos al basurero de la historia.
Y para realizar este trabajo necesitamos la Unidad, bajo la hegemonía ideológica y la orientación política de los partidos comunistas, de todas las fuerzas populares y anticapitalistas, para organizar la resistencia primero y la contraofensiva después, frente a los intentos de la oligarquía financiera de hacernos pagar a los trabajadores, en términos de miserias y sufrimiento, los últimos estertores de su lenta y fétida agonía.
Independencia y Socialismo
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