martes, 31 de mayo de 2011

Neve Shalom, el milagro de la convivencia entre israelíes y palestinos



Existe un pequeño reducto donde sus habitantes decidieron llevar la contra al mundo: se llama Neve Shalom, en hebreo, o Wahat al-Salam, en árabe, "oasis de paz", en cualquier caso.

Esta villa diminuta es el ejemplo de que, en la práctica, la convivencia es posible, de que la igualdad y el respeto no son inalcanzables. Un sueño hecho realidad.
La bandera israelí, con la llama en memoria de los muertos por su independencia, y la bandera palestina, con la llave que recuerda a los refugiados, en un trabajo de clase de los alumnos de Quinto Grado de Neve Shalom.

La posibilidad de un único estado democrático y binacional para israelíes y palestinos ya nunca se pone sobre la mesa de negociación. Nadie se atreve. Los pocos que la defienden reciben el calificativo de cándidos, locos, idealistas. Los pensadores que un día lo defendieron en los tiempos de la partición, allá por 1948, están tan muertos y enterrados como sus propuestas, 63 años y varias guerras después. Apenas en las reediciones de Edward Said, que lo dejó escrito para la posteridad, puede aún encontrarse la encendida defensa de un país único para todos. Pero hay un pequeño reducto, en mitad de los campos de Latrún, donde sus habitantes decidieron llevar la contra al mundo: se llama Neve Shalom, en hebreo, o Wahat al-Salam, en árabe, “oasis de paz”, en cualquier caso. Esta villa diminuta es el ejemplo de que, en la práctica, la convivencia es posible, de que la igualdad y el respeto no son inalcanzables. Un sueño hecho realidad.

Neve Shalom se enclava en el centro de Israel, a mitad de camino entre Jerusalén y Tel Aviv, en una pequeña colona rodeada de olivares, tomateras y arroyos. El padre Bruno Hussar, un monje dominico de origen egipcio, tenía el empeño de crear un espacio en el que la distinción religiosa y política no existiera, así que no se lo pensó cuando, a principios de la década de los 70 del pasado siglo, recibió un puñado de tierras del cercano monasterio de Latrún. La villa se hizo realidad. Sólo un puñado de comerciantes beduinos vivían entonces en los alrededores. Hoy el pueblo tiene 140 casas -rodeadas de flores, parterres, columpios-, en las que viven permanentemente 50 familias, la mitad judías, la mitad árabes. Abdessalam Najjar, responsable de la oficina de comunicación de la villa, explica que todos aceptan los preceptos esenciales de la convivencia: “aceptación mutua, respeto y cooperación”. No hay adscripciones políticas, no hay partidismo, no hay roces. La gente que vive aquí quiere vivir aquí, quiere vivir así. Él mismo llegó hace 32 años “sin un motivo claro, pero con una fuerte certeza”: “Mi interior me decía que era mi lugar en el mundo”, resume.

Un grupo de alumnos expone su trabajo en un aula del colegio. 
En Neve Shalom cada cual trabaja en lo que puede, como en cualquier otra ciudad: hay agricultores, herreros, maestros… Algunos trabajan en la villa, otros salen a los pueblos cercanos. El mayor foco de empleo -a excepción del hotel levantado en la entrada, una especie de rincón rural sumergido entre árboles- es el buque insignia de la villa: el colegio. Es el símbolo de su filosofía acogedora, el lugar en el que los niños, desde la base, comienzan a aprender que la diversidad es riqueza, que el conocimiento del otro es esencial para la vida en paz. El colegio abrió en 1984, cuando surgió la necesidad de formar a los hijos de los primeros pobladores. El primer año apenas tuvo una docena de alumnos en aquel parque de juegos, pero hoy hay más de 250, repartidos por cada uno de los 12 niveles de la educación obligatoria israelí. Con los años, aquella sala donde se cuidaban niños se convirtió en jardín de infancia homologado y en escuela primaria oficial, “porque la educación es la base de la convivencia”, explica el portavoz. Casi el 90% de estos estudiantes, confirma Najjar, vienen cada día desde comunidades cercanas a Neve Shalom. Como en el caso de los pobladores, el censo de alumnos se reparte casi en un 50%-50% entre judíos y árabes. Cada familia paga entre 500 y 600 NIS al año (unos 120 euros) por la matrícula del chaval.

Una niña judía y dos amigas árabes juegan en el patio del centro escolar. 


Hay otros centros en Israel en los que, por vecindad, algunos niños árabes comparten aulas con niños judíos, pero son casos excepcionales, dado el grado de concentración y aislamiento de las poblaciones palestinas. “Las escuelas en otros lugares son como güetos”, reconoce Anwar Dawod, el director de la escuela, en la que lleva trabajando 22 años. Aquí ese roce -roce bueno- es constante, y además viene acompañado por el gran valor añadido de este centro, único en el país: la obligatoriedad de estudiar en los dos idiomas reconocidos como oficiales en Israel, el hebreo y el árabe, desde el primer curso. En los demás centros educativos israelíes, el árabe está relegado a unas cuantas horas en cursos superiores, al nivel del inglés. Aquí no: “comenzamos a aplicar el programa bilingüe desde la guardería, con lo que los niños aprenden de forma natural, tengan luego el refuerzo que tengan por el origen de sus familias”, explica Dawod. Los profesores árabes hablan exclusivamente en árabe para todos los alumbos y los judíos, exclusivamente en hebreo. En todas las aulas debe haber maestros de ambas comunidades para garantizar un aprendizaje equilibrado. Si no pueden estar dos personas todas las horas, al menos sí debe haber esta doble presencia durante la mitad de las horas lectivas, abunda Reem Nashef, una profesora palestina de Quinto grado; su compañera de aula, la docente judía Hadas Harel, acaba de salir precisamente para hacer un refuerzo en la clase de al lado. Nashef reconoce que, pese a los intentos de avanzar con la misma intensidad en ambos idiomas, el árabe siempre queda “algo relegado”. “Todos los profesores y alumnos árabes saben hebreo, porque es el idioma total de Israel, en el que se escriben los textos oficiales, el que se usa en la televisión y en los periódicos, en la calle… Así que los palestinos somos bilingües completamente. Sin embargo, no ocurre a la inversa. El árabe se ha mantenido en los hogares de los árabes pero no en la sociedad en general. En nuestro colegio, el 80% de los maestros judíos entienden a los alumnos si les preguntan algo en árabe, pero sólo el 1% lo habla con fluidez”, lamenta.

Su colega, por ejemplo, está dando clases para avanzar con el árabe, pero reconoce que el problema está en la base, en el programa educativo que marca Israel. “Yo tengo un interés especial, porque imparto clase aquí y creo en el proyecto -dice Hadas Harel-, pero realmente los estudiantes no ven una palabra de árabe en el currículum hasta Séptimo, y de forma muy superficial. Salen hablando pocas frases, muy cotidianas, pero no más. Es casi algo anecdótico”, critica. Para ella y para Nashef debería ser algo “básico” en los centros de todo el país, “porque desde el idioma comienza el entendimiento”. “Si hay discriminación desde la escuela, la habrá en las instituciones”, sostienen. Estas mujeres tenaces no se dan por satisfechas sabiendo que su modelo se ha exportado ya a colegios de Jerusalén, Haifa, Galilea y Beer Sheva. “Hay que implantarlo por ley”, insiste la maestra árabe. “El paso del intercambio de experiencias, de comportamientos, de tradiciones… ese vendrá cuando nos propongamos de verdad mezclar a la población y evitar los barrios y las ciudades uninacionales”, añade Abdessalam Najjar.

¿No hay incidentes o polémicas en el día a día? A veces sí. En los días de la celebración doble de la Independencia israelí y de la Nakba palestina, un alumno judío reprochó a su maestra árabe que, en 1948, la Liga Árabe se hubiese opuesto a la partición. “¿Por qué no queríais un estado de Israel?”, le dijo. “No es eso, nosotros simpatizamos con vuestra causa, lo que no queríamos es que os quedárais con todo. Queríamos defender la tierra donde siempre habíamos estado, con vosotros dentro”, le vino a replicar la profesora Reem. No quiere profundizar en el incidente. Sólo confiesa que pasó “un rato muy triste”. Ante citas como estas, Independencia y Nakba, tan antitéticas, el colegio y la villa optan por el respeto: los niños judíos se van al gimnasio a guardar silencio en honor a los muertos, a encender sus velas, a cantar himnos, a hacer coreografías en recuerdo de aquellos días. Los niños árabes siguen con sus clases habituales. Para la Nakba, se tornan los papeles. Los niños se encuentran luego en el patio del colegio y, aunque parezca mentira, no hay alusiones a lo que acaban de pasar, ni reproches, ni malas miradas. No lo dicen los maestros. Es lo que se ve. Pura normalidad junto al tobogán, la pista de fútbol y el arco iris que da entrada al terral de juegos.

Claudia, una madre judía de orige argentino, es en sí misma un ejemplo de las contradicciones que se dan de cuando en cuanto en Neve Shalom. Tiene tres hijos, todos han pasado por este colegio binacional, y el mayor de ellos está ahora mismo en el Ejército israelí. Desde que se incorporó a filas, ha discutido con varios padres que no entiende por qué ha permitido que sirva en unas “Fuerzas Armadas opresoras”. “Yo respondo con claridad: ha ido al Ejército primero porque es la ley y está obligado a ello, negarse tiene unas consecuencias horribles para su empleo o su formación; después, porque Israel está en guerra, no hablo sólo de los terroristas que, nos guste o no reconocerlo, atacan desde Gaza y bombardean a civiles israelíes, sino que también tenemos la amenaza de Irán, o de Líbano y Siria, y necesitamos un ejército; y la última razón es la más importante: si sólo permitimos que vayan al ejército los muchachos que odian a los palestinos, ¿cómo vamos a cambiar la institución y su manera de pensar?”, resume expresivamente. “Yo quiero que mi hijo contagie a otros como él de su pensamiento integrador, por eso no veo contradictorio estudiar aquí y acudir al ejército, sino que así aprenderá más cosas del mundo y podrá enseñar lo que sabe y siente a los demás”, insiste.

Lia y Ranin, judía y árabe, en los pasillos del centro educativo. 

Cerca de allí, en en aula de Quinto curso, Ranin (árabe) y Lía (judía) no se plantean aún la posiblidad de ponerse un uniforme. La primera no está obligada a prestar servicio; la segunda sí. Hoy juegan en los pasillos del colegio, un espacio donde un arma es inimaginable. Las dos se roban la palabra al intentar explicar su felicidad por estudiar juntas, de estar “en esta escuela diferente donde aprendemos de la gente lo que otros no aprenden”. Hablan de que se sienten “cómodas”, de que sus días son “pacíficos”, de que no encuentran “diferencias” entre unos y otros, ni siquiera entre los millones de tonos de piel que tiñen el centro, ni entre las niñas con velo y las que visten minifaldas fluorescentes. “Este colegio es muy bonito”, repiten antes de ir a la “clase de pensar”, ese rato obligatorio, diario, en el que repasan lo que ha ocurrido en el día y debaten sus puntos de vista. Hoy toca exponer, además, los trabajos que han hecho en la última semana: explica cómo sería tu país ideal. Todos pintan un estado sin guerra, en el que las banderas de Israel y Palestina se entremezclan, con el hebreo y el árabe como idiomas oficiales en igualdad de condiciones. Luego están las variantes, claro, como el grupo del pelirrojo y pícaro Tomer, que quiere institucionalizar por ley vacaciones para todo el año y juguetes gratis. “Son niños, que nadie piense que están aquí encerrados, recibiendo doctrina política”, puntualiza su profesora Reem.

La escuela ordinaria es sólo la institución más vistosa de la villa, pero no la única. En 1979 se creó la Escuela de Paz, un lugar en el que se imparten talleres de convivencia, encuentros intensivos de dos o tres días con dinámicas de grupo en las que se intenta reforzar el conocimiento del otro en el plano personal y profesional; de ahí que se hagan múltiples reuniones sectoriales, para que médicos, abogados o periodistas judíos y árabes expongan sus diferentes maneras de entender la vida y el oficio. Esta escuela permite además el encuentro entre ONG y civiles, se ha exportado a varias universidades israelíes y a instituciones de mujeres árabes y judías e incluso se ha reproducido fuera del país, en Turquía y Jordania. Más de 45.000 jóvenes y casi 400 adultos han participado ya en estos cursos que buscan “potenciar el poder de las relaciones humanas como arma de paz”, explica Abdessalam Najjar. Quien asista a la escuela de paz podrá usar, como los vecinos de Neve Shalom, el centro espiritual pluralista en memoria del Padre Bruno, una especie de gruta aislada, puro remanso de paz, donde cada cual se retira a meditar o a rezar en su idioma y con su fe. Todas las instalaciones se mantienen con financiación particular a través de varias asociaciones de amigos, de las que hay 11 repartidas por todo el mundo. No necesitan hacer publicidad para darse a conocer. “Cuando la gente conoce a nuestros vecinos y alumnos, automáticamente ve la luz… El problema es que esta sociedad no da opción a estos encuentros: la proporción por ejemplo en la universidad es de siete judíos por tres árabes… ¿qué otra oportunidad tienen nuestros jóvenes, nuestros futuros gobernantes, de conocerse y comprenderse si todo está segregado? Nosotros tratamos de ser ejemplo vivo de que la paz es posible”, concluye el director del colegio, el profesor Dawod. A su espalda, un azulejo colocado por manos judías, musulmanas, cristianas. Un estallido de color y alegría. Es lo que irradia cada rincón de Neve Shalom.

Periodismohumano

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